¿Por qué el Derecho y el Derecho Canónico?


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¿Por qué el Derecho y el Derecho Canónico?


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En los centros académicos eclesiásticos de Roma, es bien conocida la historieta sobre la diferencia existente entre los que estudian Filosofía, Teología  y Derecho Canónico. Los primeros perderían tras algún tiempo la razón,  los segundos la fe y los terceros… ¡perderían simplemente su tiempo!  En una ocasión, el que lo había contado, y  pasados unos segundos mientras los presentes se reían y se burlaban del pobre estudiante de Derecho Canónico, objeto-víctima de dicha historieta, éste respondió tranquilamente adaptando las palabras del salmista: “¡Así habló el impío! (cf. Salmos, 9,25 [impío] y 52, 2 [necio]).

Profundamente convencido sobre la verdad de la respuesta de aquel estudiante, no creo que esté fuera de lugar invitar al que lee el presente artículo, – pues ciertamente habrá elegido leerlo por los más variados motivos-  pero de cualquier forma atraído por la posibilidad de lograr encontrar una respuesta de sentido común, al reflexionar sobre la importancia para la vida cotidiana del Derecho en general y del Derecho Canónico en particular.  Evidentemente y antes de nada, nos damos cuenta que al colocarnos bajo el punto de vista del sentido del Derecho para nosotros, nos ponemos en la perspectiva propia de la filosofía y por tanto –como le gustaba repetir a Paul Ricoeur (1913-2005), a seguir la invitación propia a la filosofía de hacerse preguntas y a pensar. Invito precisamente a pensar, a hacerse las preguntas correctas. Paradójicamente la cosa más importante para no desperdiciar nuestra existencia, no es la de tener la pretensión de poseer todas las respuestas, pero lo que es verdaderamente esencial es hacerse siempre la pregunta correcta.  De hecho, según otro jurista y filósofo del Derecho, Giuseppe Capograssi (1889-1956) el filósofo es el que tiene la solitaria tarea de recoger las lecciones secretas de la vida y explicarlas.  Es precisamente bajo esta luz que se puede entender cuánta razón y sentido común tenía aquel estudiante que etiquetaba como impío y necio a quien pensase que estudiar Derecho Canónico fuese tan solo una pérdida de tiempo.

No obstante, procuremos en primer lugar verificar lo más o menos verídico de esta historieta con la que hemos comenzado.  Como suele acontecer, detrás de esta historieta hay tópicos que esconden también un fondo de verdad. Entorno a la realidad del Derecho se manifiestan aproximaciones y comportamientos diversos, a veces en un  conflicto abierto entre los mismos.  Seguramente un tópico común es el de ver el Derecho como un conjunto de reglas, normas, leyes que limitan las legítimas aspiraciones de plena libertad y a la propia realización. Pero por otra parte, existe una difusa convicción sobre el Derecho como un instrumento arbitrario de quien detenta el poder, usándolo como, cuando y con quien le interesa; es decir un mero instrumento del poder arbitrario.  A este respecto permanece tristemente actual la respuesta que Giovanni Giolitti (1842-1928)  dio a la pregunta que el mismo se  hacía retóricamente: “¿Qué es la ley?”. La ley es lo que se interpreta para los amigos y ¡se aplica para los enemigos!  O también la versión eclesial que explica de la siguiente manera las diversas posturas en las que vemos las estatuas de los Príncipes de los Apóstoles en la plaza de San Pedro; la de San Pablo que estaría leyendo “aquí se hacen las leyes” y  la de San Pedro che señalando más allá del Tíber afirmaría “¡allí se observan!” Éste modo de ver y de sentir el Derecho nace –estamos profundamente convencidos- del escaso conocimiento del ámbito jurídico y de lo que le es propio, y que no permite distinguir entre fisiología e patología del Derecho, entre el Derecho como portador de Justicia y el derecho como mera arbitrariedad.  Más allá de todas las teorías sobre el Derecho y la Justicia, cada uno podrá saber en qué consiste verdaderamente, cuando tenga la mala fortuna de ser víctima de la injusticia. En ese momento no habrá necesidad de cualquier teoría o explicación. Cuando en la vida social se es constreñido a invocar y a mendigar como una gracia lo que es un verdadero derecho, o si se es víctima de una “justicia” sumaria, presentada como suma justicia necesaria en aquel momento (ya Terencio [185-159 a. C.] y Cicerón [106-43 a. C.] recordaban que summum ius, summa iniuria), que niega el derecho natural a conocer la acusación y el acusador; y también cuando se experimenta el muro de goma de un aparato administrativo o judicial que se limita tan solo a no responder o a responder en periodos de tiempo bíblicos, significa que nos encontramos ante un gobierno enfermo.

Por estas razones es importante por tanto, volver al sentido y al significado del Derecho recibido como dimensión insustituible de la naturaleza humana, que disciplina las relaciones intersubjetivas según la justicia, entendida como medida de lo que es debido, para estar en condiciones -según el mensaje evangélico- a abrirse a la Caridad entendida como más allá  de la medida, que como tal presupone siempre la existencia y la realización de la misma medida y por tanto de la Justicia (nulla est Charitas sine Iustitia).  Esta dimensión jurídica en la vida social es propia también a aquella sociedad que es la Iglesia querida y fundada por Cristo, y su Derecho contribuye -si bien que en un manera propia y original, como todo cuanto es parte visible y social-  a ser instrumento en orden a la salvación de las almas (cf. Lumen Gentium 8; CIC/83, can. 1752).

Sin jamás olvidar a la luz de una sana antropología, que la primera justicia debida al otro es la de reconocer la verdad de lo que el otro es: persona creada a imagen y semejanza de Dios, redimida por la sangre de Cristo y por este motivo llamada a ser y sentirse hermano de los semejantes y no un simple “socio”.  Así se evita el hacer pasar como derechos, lo que en realidad se revelan ser deseos egoístas que no toman en consideración la naturaleza/realidad de la dignidad de la persona y de los demás.  Ahora bien, en toda sociedad civil y en la Iglesia Católica, el único y verdadero problema no es  el de tener buenas leyes y buenas normas jurídicas.  Redescubriendo que las leyes y normas deben ser observadas en conciencia no porqué están escritas en un Códice, sino porqué son justas (iustum) y porqué así  permiten la realización del bien común, se decidió colocarlas en un Códice y por tanto son impuestas por la legítima autoridad (iussum).  Precisamente por esto, A. Kaufmann (1872-1938) escribió que el Estado no crea Derecho, el Estado crea leyes; y el Estado y las leyes están bajo el Derecho.

En esta perspectiva, salvaguardado naturalmente el hecho de que epikeia y equitas son exigidas a fin que la justicia se realice hic et nunc (y que institutos jurídicos estrictamente canónicos, como la dispensa y el privilegio no son otra cosa que instrumentos ejecutivos de una tal Justicia), pierde sentido la tentación a la que parece ceder quien gobierna en cada momento, y que nos es recordada por Ulpiano (170-228) en su muy conocido adagio Princeps legibus solutus. El hecho es que al final, jamás este modo de comportarse y ésta elección de gobierno ha pagado y paga.  De hecho, la realización del buen gobierno en cualquier ámbito, pide que haya pocas leyes (Corruptissima re publica plurimae leges, advertía el gran Tácito [55-120]) y que las mismas sean obedecidas  por todos, no porqué sean ordenadas por la autoridad que detenta el poder, sino porqué es la misma Justicia (entendida como el dar a cada uno lo suyo que para Santo Tomás es una verdadera y propia res; ius est obiectum iustitiae: S. Th. II-II, 57, 1) que lo exige para que la sociedad pueda vivir verdaderamente en paz (“… et erit opus iustitiae pax, et cultus iustitiae silentium, et securitas usque in sempiternum” [Is. 32, 17]) Tanto es verdad, que el mismo Aquinate afirmará sin ningún recelo, que una eventual ley humana disonante con la ley natural será “… iam non erit lex sede legis corruptio” (S. Th, II-II, 95,2)

Sin olvidar que la superproducción, inmotivada e injustificada de documentos jurídicos, desnaturaliza y envilece los mismos llegando a desautorizarlos y a desautorizar la misma autoridad que los produce (cf. S. Th., I-II, 97, 2 y también en 1º)  Como vemos el uso y la aplicación del Derecho, piden estudio y competencia, piden tiempo y pasión por la verdad y el verdadero bien de la persona (Mt 7, 12) Exigen el cultivar la virtud de la Prudencia y el tener muchísimo sentido común, y sobre todo honestidad intelectual y moral.  Un solo ejemplo entre muchos; en la ya antigua y sensible problemática entre “verdad” y “formalidad” en la administración de la Justicia en el ámbito administrativo y judicial, el canonista no tendrá más que una única elección: la verdad objetiva (¡obviamente no la procesual!)

Si hemos conseguido de este modo producir una reflexión más profunda sobre la necesidad del Derecho, así como el del tener pocas y buenas leyes, nos cabe esperar que serán muchos los que estarán ahora de acuerdo con la respuesta de aquel preparado estudiante del inicio.

De hecho, con razón  en la Biblia, el pueblo de Israel entendía por “impío” aquel que no se reconocía creatura y por tanto no reconocía a Dios como creador, y no le prestaba culto y consiguientemente actuaba como pecador, comportándose injustamente hacia el huérfano y la viuda.  Las repetidas y fustigantes tomadas de posición de Jesús hacia los fariseos son propiamente una acusación de impiedad; con el pretexto de observar las leyes, ellos traicionaban la justicia no respetando al hombre en sus necesidades fundamentales.  También el término “necio”, viene usado en la Biblia más que para indicar a una persona poco inteligente, para definir genéricamente a alguien que no se comporta de manera razonable y que sigue una conducta no armónica moralmente con las justas normas puestas por Dios en la creación.  Específicamente en los libros sapienciales la Humanidad está dividida en dos clases: la de los sabios y la de los necios: “Los sabios recibirán en herencia la gloria, pero la infamia es la parte que espera a los necios” (Pr. 3, 35)  Estos dos grupos son y estarán siempre en contraposición.  Por tanto todos los honestos cultivadores y obreros del Derecho no pierden su tiempo, muy contrariamente al de aquellos que no lo conocen o incluso lo desprecian, porqué de hecho malgastan una ocasión para edificar la sociedad de los hombres y la sociedad de los fieles.

P. Bruno, O. P. (gracias a P. Ramon Angel Pereira, E. P., para traducción al español).


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